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sábado, 1 de marzo de 2008

****Algunos apuntes con respecto a Marguerite Yourcenar y la novela histórica

Alumno: César Sánchez Martínez.

Curso: Literatura europea II, profesor: Goyo Torres Santillana, cuarto año de Literatura. UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN AGUSTÍN-AREQUIPA, PERÚ.

Año: 2006



En coincidencia con el alba de la historiografía científica en la Europa del siglo XIX y como fruto del romanticismo — cuya imaginación se nutría abundantemente del vivero del pasado — aparece la novela histórica.
Walter Scott sería la figura fundacional del género, desarrollando un concepto de novela romántica estrechamente vinculado a las bases históricas de la identidad nacional y a una suerte de genealogía de las virtudes tradicionales.
Años después, el realismo nos presentaría con su visión de la novela y la historia; Guerra y Paz de Tolstoi la encarnaría con grandeza: una radiografía psicológica y social de las personas y las naciones.
Durante las primeras décadas del siglo veinte, el modernismo literario (que es como los anglosajones llaman a la vanguardia) no destacó especialmente en lo que respecta a la novela histórica. Habría que esperar al primer año de la segunda mitad de esa centuria, para poder deleitarse con Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar (1903—1987), escritora francesa de origen belga y nacionalidad norteamericana.
Pero nuestra escritora poseía un concepto de la historia y de la novela histórica bastante diferente al de los novelistas históricos anteriores:
Los que consideran la novela histórica como una categoría diferente, olvidan que el novelista no hace más que interpretar, mediante los procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de recuerdos conscientes o no, tramados de la misma manera que la Historia. Como Guerra y Paz, la obra de Proust es la reconstrucción de un pasado perdido. La novela histórica de 1830 cae, es cierto, en el melodrama y el folletín de capa y espada: no más que la sublime Duquesa de Langeais o la asombrosa Niña de los ojos de oro. Flaubert reconstruye laboriosamente el palacio de Amílcar con ayuda de centenares de pequeños detalles; del mismo modo procede con Yonville.[1].
De esta manera, Yourcenar plantea que mediante la narratividad (la interpretación y disposición de los hechos) el género novelístico está intrínsecamente unido a la historia, por lo que decir novela histórica sería de cierto modo redundante.
En nuestra época, la novela histórica, o la que puede denominarse así por comodidad, ha de desarrollarse en un tiempo recobrado, toma de posesión de un mundo interior. El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo.[2]
La novela de época, entonces, tendría que ver más con la conquista del mundo interior, la expresión de símbolos e inquietudes personales. Toda historia sería inventada, en el sentido latino de inventio, tanto creación como hallazgo.
A lo largo de muchos años Yourcenar trató, entre manchas y contramarchas, de escribir una novela basada en la vida de Publio Elio Adriano (76—138 d.C.), uno de los últimos emperadores que realizó una labor eficiente y guardó fidelidad a los ideales clásicos de Roma; pero que en verdad fuera la realización de aquella frase que la autora leyó en la correspondencia de Gustave Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre.[3]
Tanto en el Cuaderno de Notas como en la Nota final de la autora, Yourcenar da cuenta del ingente material utilizado para describir el ambiente de su novela, no sólo geográfico o histórico, sino también ideológico.
Nos presenta a Adriano como un artista sensible y sutil; como una suerte de poeta emperador; además de comparar el tiempo de redacción con el tiempo que se pretende reconstruir: “Todo lo que el mundo y yo habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la experiencia de un tiempo convulso, proyectaba sobre esa existencia imperial otras luces, otras sombras. En aquel entonces, yo había pensado en el letrado, en el viajero, en el poeta, en el amante y sin que ninguno de estos aspectos perdiera importancia, veía por primera vez dibujarse con extrema nitidez, entre ellos, el más oficial y a la vez más secreto, el del emperador. Haber vivido en un mundo que se deshace me mostró la importancia del Príncipe.”
En esta obra, Marguerite Yourcenar trasluce cierto afán por presentar al hombre clásico — precristiano o no cristiano— como poseedor de una libertad inédita. Resulta sintomático entonces que la siguiente gran novela histórica de esta autora sea Opus nigrum (1968), ambientada en el Renacimiento, la resurrección del pensamiento clásico. Las aventuras del alquimista Zenón de Brujas están precedidas de la famosa Oratio de hominis dignitate[4] de Giovanni Pico della Mirandola, suerte de “manifiesto” de lo que significó el movimiento humanista—renacentista: libertad de pensamiento, exaltación intelectual del hombre y, principalmente, libertad de creación; sin una identidad fijada ni un destino trazado, sino constructor de su propia identidad y destino:
“No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los deseé, los conquiste y de ese modo los poseas por ti mismo. La Naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo. Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.”
Opus nigrum tuvo como punto de partida un relato de cuarenta páginas titulado A la manera de Durero que formaba parte de un volumen junto con dos relatos (A la manera del Greco y A la manera de Rembrandt) y que fue publicado en 1934. Estos relatos no eran más que la refundición de una gigantesca novela que la autora pretendió escribir entre 1921 y 1925. El primero de los relatos creció hasta convertirse en una novela corta llamada Zenón, que acabaría dando origen a Opus nigrum.
“Mucho más aún que la libre recreación de un personaje real que ha dejado su huella en la historia — como el emperador Adriano —, la invención de un personaje “histórico” ficticio, como el de Zenón, parece poder prescindir de datos y comprobantes. De hecho, las dos trayectorias son muy parecidas en muchos puntos. En el primer caso, el novelista, para tratar de representar al personaje en toda su amplitud, deberá estudiar con apasionada minucia los documentos históricos existentes sobre su héroe, tal como lo estableció la tradición. En el segundo caso, para dar a su personaje ficticio esa realidad histórica, condicionada por el tiempo y el lugar, y a falta de la cual “la novela histórica” no es más que un baile de disfraces, bien logrado o no, el novelista sólo puede contar con los hechos y las fechas de la vida pasada, es decir, con la Historia.[5]
Opus nigrum constituye sin lugar a dudas una obra maestra. El alquimista Zenón de Brujas —alter ego de Leonardo, Server, Campanella y Paracelso— hijo de un sacerdote y una burguesa flamenca, vive durante el fascinante siglo XVI, en medio de la Reforma —que acorde a Marguerite fracasó, pues acabó siendo protestantismo­—, las guerras religiosas y de independencia de los Países Bajos, pestes, rebeliones campesinas, escenarios apocalípticos, batallas, sugerentes conversaciones con sabios orientales; todo conformando una la Obra Negra misma, el descubrimiento de la fuerza interior, la liberación del espíritu.
Las analogías entre el ritual alquímico del Opus Nigrum, la elevación de una sustancia inferior a una superior, mediante la liberación de una energía interior, y el acto de escribir, tanto novelas históricas como otro tipo de narraciones, como un proceso de reordenamiento y disposición de figuras y símbolos mediante el poder transmutador de la palabra narrada, logrando de esta manera recuperar un “algo” ignoto, hondo y ponderoso, constituye la ars poetica yourcenariana: la visión de nuestra autora sobre el oficio de escribir.


Bibliografía:
-YOURCENAR, Marguerite. Cuaderno de notas a las “Memorias de Adriano” en: Memorias de Adriano. Planeta, 2003.
-YOURCENAR, Marguerite. Notas de la autora en: Opus nigrum. Alfaguara, 1994.


[1] Marguerite Yourcenar: Cuaderno de Notas a las “Memorias de Adriano” en: Memorias de Adriano, pp. 247-248. Planeta 2003
[2] Ídem, op. cit. P 248.
[3] Ídem, op. cit. p. 241
[4] Ídem, op. cit. p. 241.
[5] Marguerite Yourcenar: Nota de la Autora, en: Opus nigrum, p. 368. Alfaguara 1994.